
LA ASTROGEOLOGÍA COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES
Algunas
de las narrativas y las artes más interesantes de este tiempo abrevan en la
geología o la astronomía, con obras que determinan nuevas formas de representar
nuestro lugar en el mundo.
En La
infancia del mundo, de Michel Nieva, encontramos mapas de la Argentina de
finales del siglo XXII, en los que se ven los siguientes topónimos: Punta del
Este Antártico, Nuevo Mar Azul, Archipiélago Patagónico, Pinamar Antártico y
Caribe Pampeano. La razón de ser de ese nuevo paraíso turístico es un “prodigio
de geoingeniería planetaria”, que se aprovecha de las únicas aguas todavía
frescas del mundo –pese a sus 40º C, pues la media global es de 90–, de la
subida del nivel del mar y del fin del hielo en los polos.
Ficción
delirante sobre el cambio climático y las virofinanzas, la novela estructura la
convergencia de dos tramas muy distintas: una de carácter biológico, que
imagina la venganza del niño dengue, una criatura que hibrida al niño
proletario de Osvaldo Lamborghini con la cucaracha (o escarabajo, según
Vladimir Nabokov) de Franz Kafka; y la otra de naturaleza digital, la del
videojuego Cristianos vs. Indios, que reescribe salvajemente la literatura
argentina del siglo XIX. Su desierto, en el siglo XXII, se convierte en
deshielo distópico.
A
través de un recurso fantástico, las piedras telepáticas, Nieva introduce en su
divertidísima novela los saltos temporales que trascienden esas fechas. “El
cerebro de Dulce, por unos segundos, se encendió con una lucidez meridiana que
no había experimentado ni experimentaría jamás”, leemos: “Escuchó prehistóricas
ideas cósmicas que ningún cerebro humano había nunca escuchado”. La experiencia
alucinógena se convierte en una “nueva tecnología, que permitía la replicación
de largos procesos geológicos de millones de años en poco menos de días o
semanas, disparaba un radical nuevo entendimiento”.
Una
parte de las narrativas y las artes más interesantes de estos años está
investigando, precisamente, en el ámbito de ese nuevo entendimiento. Los
saberes profundos que pueden regalarnos la geología o la astronomía. Si desde
Montaigne nos hemos mirado sobre todo a través de ventanas y espejos en tiempo
presente, ha llegado la hora de utilizar la nanotecnología o los telescopios
para observarnos atravesados por el pasado remoto o el tiempo-espacio de los
años luz.
Ese
giro astrogeológico de las artes y las narrativas de nuestra época quizá se
deba a la conciencia de que la biología humana ha provocado una nueva era
geológica. En muchos proyectos recientes observamos la voluntad de retroceder
hasta un planeta sin vida animal, sin huella de la evolución que llevaría hasta
el Antropoceno. Como dice Michel Onfray en Estética del Polo Norte: “Antes del
tiempo, cuando no había referentes, cuando todo imposibilitaba la arqueología o
la genealogía, la superioridad de la piedra era absoluta”.
El
filósofo francés viaja al fin del mundo para entender el frío, el silencio y,
sobre todo, el tiempo. El tiempo geológico, climático, expandido, vital,
petrificado, alógeno, agotado. Aunque parezca mentira, hasta hace poco más de
dos siglos no existía el concepto de tiempo profundo. Para los habitantes del
siglo XVIII todavía era posible imaginar las generaciones que los separaban de
Adán y Eva. Y desde entonces no ha hecho más que crecer el abismo que nos
separa de la creación de la Tierra, en paralelo a como lo ha hecho nuestra
cartografía cósmica.
La
presencia humana sobre la faz del cosmos se ha empequeñecido exponencialmente,
en términos tanto de espacio como de tiempo, a medida que ha avanzado el
conocimiento científico de la realidad. Y eso ha provocado la proliferación de
obras que ensayan nuevas formas de representar nuestro lugar en el mundo y en
los otros mundos.
Aunque
existan obras clásicas que han elaborado las grandes escalas, desde el inicio
prehistórico de la película 2001: Una odisea del espacio hasta los flash-backs
a un mundo sin humanos de la novela gráfica Aquí, de Richard McGuire, pasando
por el mundo literario de H.P. Lovecraft, con sus criaturas atávicas, y
tantísimas obras de ciencia ficción, ha sido el siglo XXI el que ha
multiplicado la exploración artística y narrativa de la geología y sus
temporalidades. Especialmente en la tensión entre el impulso arqueológico y la
ficción especulativa. Entre el tiempo profundo y la expansión del universo.
Así, la
artista española Rosell Meseguer ha investigado la fundación de los museos de
geología y de mineralogía (en el proyecto Pierres Vivantes), o la tabla
periódica de los elementos (en Tierras raras), pero también los OVNIS, para la
creación sobre todo de libros de artista. La mirada geológica se vuelve
fácilmente extraterrestre, cósmica.
La
atención a las piedras, los minerales o los suelos extraños se amplía hacia la
Luna, los planetas del Sistema Solar y los cuerpos celestes de otras galaxias,
no sólo por la curiosidad particular del creador, sino por un contexto
histórico en el que los telescopios y las sondas espaciales no cesan de
enviarnos nuevas instantáneas, que la NASA y otras agencias comparten en sus
redes sociales, generando una circulación constante del imaginario del más
allá. Hasta disponemos de mapas detallados del universo.
La
columna vertebral de la poética del artista ecuatoriano Oscar Santillán (Studio
Antimundo) es un puente que une la tradición ancestral con esas nuevas
topografías celestiales. Ha hecho cerámicas que parecen antiquísimas con
materiales que replican la superficie de Venus; ha jugado con la iconografía
del astronauta (debajo del agua); o ha creado un dispositivo que contiene tanto
plantas coloniales como películas apocalípticas. Lo micro y lo macro, como el
pasado de la humanidad y el futuro del Big Bang, se encuentran en el proyecto
Tears telescope, que logra construir un telescopio a partir de dos lágrimas,
inspirándose en una antigua tecnología indígena, el espejo de agua.
Ese
tipo de movimiento, que disloca la percepción del espacio o del tiempo, recorre
un luminoso espectro de la literatura y el arte recientes. Como en la obra de
Nieva, Meseguer o Santillán, en el libro Voyager, de la escritora Nona
Fernández, y en las películas Nostalgia de la luz y El botón de nácar, del
también chileno Patricio Guzmán, se crean vínculos poéticos entre el desierto o
el océano y el espacio sideral, entre nuestra pequeñez y su infinitud. Los
creadores trabajan con las tecnologías más avanzadas de observación y de
cartografía de lo ínfimo y de lo gigantesco, desde los aceleradores de
partículas hasta los satélites o Google Earth. O se imbuyen de la información
que circula sobre ellas y la transforman en conceptos e historias.
Los
ejemplos significativos y de alta calidad artística son innumerables. Muchos de
ellos han sido estudiados por la crítica cultural argentina Graciela Speranza
en varios de sus libros. Un caso emblemático, nos dice, es el de Nicolás
Goldberg y Guillermo Faivovich, que han convertido meteoritos de la región del
Chaco en obras de arte con una elaboradísima base científica. En el capítulo
“Constelaciones” del ensayo Cronografías, Speranza menciona el proyecto
Sandstars, del artista mexicano Gabriel Orozco, que organiza 1200 objetos
lanzados por el mar a la costa: “En el caos aparente de los escombros descubre
figuras legibles, órdenes impensados que los revitalizan, constelaciones que
los hacen brillar como estrellas distantes, restos heterocrónicos de colisiones
galácticas que en el cielo nocturno parecen próximas”.
Esas
mismas palabras se podrían aplicar a la obra de la escritora boliviana Liliana
Colanzi. También ella amplifica la escala temporal, a la vez que discute el
antropocentrismo, reuniendo en un mismo lugar o una misma historia a personajes
que pertenecen a universos distintos; dibujando los estratos geológicos o
galácticos en los que incrustar escenas humanas.
El
relato “Meteorito” comienza así: “El meteoroide recorrió la misma órbita en el
sistema solar durante quince millones de años hasta que el paso de un cometa lo
empujó en dirección a la Tierra. Aún tardó veinte mil años en colisionar con el
planeta, durante los cuales el mundo atravesó una glaciación, las montañas y
las aguas se desplazaron e incontables seres vivos se extinguieron”. Y en “La
Ola”, escribe: “Recordó que mucho tiempo atrás todo ese territorio había sido
una inmensa extensión de agua habitada por seres que ahora dormían, disecados,
bajo el polvo”.
El cuento que da título al volumen Ustedes brillan en lo oscuro encontramos tal vez la metáfora definitiva: “Una estalactita es una sucesión de gotas a través del tiempo. (…) Cuando una estalactita se encuentra con una estalagmita –en una danza de decenas de miles de años–, se forma una columna”. No se me ocurre mejor manera de resumir el trabajo que está haciendo esa constelación de creadores con la geología, la astronomía y la nueva escala del hombre.
REF:
https://www.infobae.com/cultura/2023/05/19/la-astrogeologia-como-una-de-las-bellas-artes/